miércoles, 20 de agosto de 2008

TRES CENTIMETROS PUEDEN CAMBIARTE LA MAÑANA




Cuento publicado en "Homenaje a Antonio Magliano", Ediciones de las tres lagunas.

TRES CENTIMETROS PUEDEN CAMBIARTE LA MAÑANA
Por Silvia Graciela Oliverio

La mañana estaba fresca, la ruta despejada y el camión frigorífico avanzaba en su rutina. Una luz pálida iluminaba la vida, mientras el sol intentaba asomar perezoso. La cinta gris oscura del asfalto, se desprendía dividida simétricamente en dos por las marcas blancas, y en los cruces y curvas, quitaba un poco la monotonía un amarillo bien subido de tono. Los montes, los sembrados, las vacas pastando, pocos vehículos que transitaban anónimamente. Lo de todos los días. Antonio y el recorrido, el dinero, las deudas, el vencimiento de la patente, de la cuota del camión, de la luz, del gas y la moratoria de ingresos brutos, el zumbido del motor, el viento, la cercanía del cumpleaños cuarenta y ocho... Cuarenta y ocho... Cuarenta y ocho...
- ¿Cómo vengo a cumplir cuarenta y ocho?- pensó – sí, el martes. Y siguió pensando: Cuarenta y ocho... Escucho una vibración nueva, parece que viene desde una rueda delantera... ¿Será un rodamiento gastado? ... espero que aguante sin romperse nada. -
Encendió la radio, repentinamente había empezado a extrañar a su ayudante y sus cumbias insoportables... Buscó en el dial una emisora cualquiera, alguien cantaba una canción romántica conocida, en otro idioma. Pero ese día, era de meditación incontrolable:

- Al menos con Roberto mientras viajamos, conversamos de cualquier tema intrascendente, y no me deja concentrar en los problemas... tan rápido... tan sin darme cuenta... Cuarenta y ocho... y volver a empezar... Cuarenta y ocho... y nada nuevo que sea lindo... y tener que pensar otra vez en una casa, para dejar de alquilar... Cuarenta y ocho, y ¿porque todo me salen mal?... Y que pasará con el dólar, a las seis reunión de padres en la escuela por el viaje de egresados de Yanina, no me tengo que olvidar, sino, a escuchar las quejas de mi ex, se pone histérica la flaca, como siempre. Lamparitas, tengo que comprar lamparitas para el faro de posición... y un fusible de 10... ah... y también las pastillas para la presión. Que rápido pasan los años... Fue ayer nomás que nació Yanina... y ya termina la secundaria. ¿Qué teléfono tiene el abogado del divorcio? ¡Que bronca sin los anteojos no leo la tarjeta! – Los pensamientos venían solos, sin que nadie los llamara.
Antonio con dolor de espaldas, el frío que entraba por los ventanillas, en la radio el flash de las noticias, y después el tango “Naranjo en flor”.
El cartel de Los Huesos 2 kilómetros, lo hizo disminuir la marcha, bajó los cambios, y giró en la rotonda del acceso. El pueblo aún estaba dormido, las calles vacías, sólo se veía mucha luz en la cuadra de la panadería. Detuvo el motor en la carnicería y descendió con el talonario de facturas “A” en la mano. El portillo aún estaba cerrado con la traba, la deslizó y pasó al patio de tierra barrida. En pocos pasos estaba en la puerta del local, entró y esperó unos instantes. Demasiado silencio.
- ¡Marina! –llamó a la dueña-
- ¡Buenos días Antonio! ¡En unos minutos estoy! ... Baje la carne nomás... Ya le pago. - Contestó ella.
- Disculpe, que vine mas temprano, hoy estoy sin ayudante...
- No hay problema, enseguida estoy...
Intuitivamente, siguió la voz con la mirada, hasta que descubrió los vapores de agua que provenían de la puerta corrediza del baño, por supuesto, como la mayoría falseada y tres centímetros entreabierta. Desde el piso hasta el marco, tres centímetros se desplegaban en ese instante, sólo para él. La imaginó desnuda bajo la ducha, su figura recortada a través de la cortina de plástico. El agua que caía sobre sus hombros, que mojaba sus cabellos, la espuma del jabón recorriendo su cuerpo. Dejó el talonario en el mostrador, fue hasta el camión, cargó media res en sus hombros, caminó lentamente, volvió a entrar a la carnicería, pasó detrás del mostrador, y descargó sobre la mesa de la trastienda. Volvió a mirar su descubrimiento, desde los tres centímetros ya no salían vapores. Se está secando, pensó. La tentación insistía con él, vio una toalla celeste, un brazo, tal vez una parte de su espalda, la luz de la claraboya lo confundía un poco, una prenda negra que giró por el aire, es un corpiño... Ojalá que nadie arreglara la puerta... Sintió el soplido de un aerosol y un perfume floral se desparramó por el ambiente. Cuando escuchó que la puerta se abría, desvió la vista hacia la ventana, mientras se calzaba los anteojos para ver de cerca. Ella apareció espléndida, pero apurada, cuando llegó al mostrador, él, confeccionaba la factura “A”, multiplicaba con una calculadora de teclas grandes, los kilos por el precio, le agregaba el IVA, y sumaba el total, volvió a mirar el resultado en el visor, lo escribió en el papel y se quitó los anteojos, mientras ella, descolgó el delantal, de un almidonado blanco impecable, lo pasó por la cabeza, lo ató a la cintura, miró la factura y le pagó con el dinero exacto.
- Hasta mañana, lindo día- dijo él.
- Hasta mañana, parece que si- le contestó ella.
Él volvió al camión, dejó el talonario y los anteojos en el asiento del acompañante y prosiguió la marcha. La mañana seguía fresca, pero ya el sol iluminaba resplandeciente, la ruta despejada y el camión frigorífico avanzaba. La cinta gris oscura del asfalto, se desprendía dividida simétricamente en dos por las marcas blancas, y en los cruces y curvas, quitaba un poco la monotonía un amarillo bien subido de tono. Los montes, los sembrados, las vacas pastando, pocos vehículos que transitaban anónimamente. El vapor de agua, los tres centímetros abiertos a la fantasía. La melodía de la radio, The Beatles, y “déjalo ser”. El agua tibia cayendo sobre los hombros, la espuma del jabón, el resplandor de la llama roja de la estufa a kerosene, el perfume floral, la luz de la claraboya, la toalla celeste, la piel suave, los cabellos mojados, su voz, el corpiño negro, el delantal ciñendo su cintura, sus manos pagándole el importe exacto.
- ¡Cuarenta y ocho y me siento espléndido! – Antonio lo dijo en voz alta, mientras sonreía. Nadie lo escuchó.

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