Cuento publicado en "Juntacuentos", selección de Beatriz Isoldi, Editorial Dunken.
A la memoria de Juanita, nuestra lechera
LA SEQUIA
Por Silvia Graciela Oliverio
El sol del mediodía rebotaba en manojos de luz, atravesando la polvareda de la sequía. Los camiones arrimados a los bretes, cargaban la hacienda. En la lejanía del campo se perdía un desierto de arena y grietas.
En su espera ansiosa, Ana tejía crochet. Había decidido no cocinar, cuando en la mañana temprano vio a Eduan preparar el revolver y guardarlo en la bota. No era solamente porque su marido cargara balas, sino porque estaba convencida que las usaría.
Eduan cabalgó en el arreo sobre el juncal seco, donde supo lucirse una inmensa laguna. El único indicio de humedad que encontró, fueron ocho lágrimas propias que se evaporaron sin lograr caer de su rostro cansado. Cuando llegó a los corrales, se apeó del caballo negro y verificó que su revolver aún estuviera en la bota izquierda. En ese momento cerró los ojos, mientras escuchaba los mugidos, tuvo una visión de campos verdes y vacas pastando tranquilamente. También imaginó un trigal que flotaba oro a la suave brisa. Cuando volvió su mirada a la realidad, un cielo muy azul brillaba suspendido sobre la tierra reseca.
Cargaron los toros comprados en la exposición rural, las vacas pampas preñadas y los novillos.
- ¿Las vacas con cría y las lecheras también? – Preguntó Polo Maidana, un criollo que hacía demasiados años que trabajaba con él, como para no conocerlo.
_ Todo, se llevan todo, mi hacienda no morirá de hambre y sed – dijo Eduan. Maidana y dos peones, salieron al galope a buscar los últimos animales. Un camión hizo rugir su motor y se fue, otro arrimó al cargador. Las vacas con sus crías fueron desfilando por los corrales rumbo a la manga. Una lechera, la más mansa, llamada Juanita por los nietos el mismo día que nació, comenzó a seguir a Eduan por el corral, era lógico le pedía su ración diaria antes de ordeñarla. El ternero no se despegaba de sus patas, temeroso entre tanta confusión.
Ana contando varetas recordó el pico de hipertensión arterial que Eduan había tenido el día anterior, y las palabras del médico:
- Nada de sal - dijo mientras escribía en el recetario
- No estoy enfermo, doctor, comeré lo que quiera – respondió Eduan.
- Pues entonces, morirá o quedará en silla de ruedas – acotó el médico con el rostro inexpresivo.
- Moriré, pero no por comer sal – contestó Eduan.
El médico guardó el tensiómetro en la valija, miró a Ana contando con la secreta complicidad que no usaría sal y se fue. Sin embargo, Ana, llevada por una trágica intuición no tenía la menor idea de cocinar ese día, ni con sal ni sin sal.
Eduan apoyó sus codos en la tranquera, entrelazó sus manos rústicas, y su mirada se perdió en el lomo de la vaca lechera que le resoplaba en la cara.
- Salí Juanita, no molestes – le dijo, mientras inesperadamente detectó en el horizonte una nube negra y gorda. Siguió con la mirada en la nube, que lo hipnotizó, mientras flotaba intercambiando copos de algodón. Por un instante, a Eduan le pareció que tenía forma de esperanza, después pensó en tantas tormentas que habían errado sin dejar una sola gota de agua.
- ¿Juanita también patrón? – Insistió Polo Maidana.
Ana escuchó pasar el último camión, los peones que se despedían y siguió tejiendo crochet. Después sintió el tiro. Dejó el tejido sobre la mesa y salió de la cocina. Antes de cruzar el alero, el segundo y el tercer tiro la sobresaltaron más que el primero, no los esperaba. El corazón le latía tan fuerte que no escuchó cuando Eduan vació el cargador a los pies del ombú.
La mujer miró a Eduan, que le dijo:
- las balas que se destinan para un fin, no se usan para otro – Como ella no supo que contestar, él agregó:
- Mira esas nubes...
Durante toda esa tarde, a Ana le siguieron temblando las piernas, tanto, que ni siquiera atinó a mover una cacerola. Mientras caían las primeras gotas de lluvia, Eduan picó sobre una tabla de madera un chorizo seco y queso salado. Con algunas interferencias a causa de la tormenta, en la radio se llegó a escuchar: “Luego de ocho meses de sequía, está lloviendo en la Pampa”.
Juanita se comió la única planta de salvia que quedaba en el patio. El periódico local, publicó a disgusto un aviso necrológico en blanco, porque alguien insistió en pagarlo.
1 comentario:
Muy buen cuento, en esa antología hay uno mío también, "El viaje".
Saludos!
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