martes, 19 de agosto de 2008

EL BRILLO


Cuento publicado en "Homenaje al Dr. Haroldo Andrés Coliqueo", ediciones de las tres lagunas.

“Nada es real”. John Lennon
EL BRILLO

Por Silvia Graciela Oliverio
Latente en el silencio del campo, viajaba la noche. El sol descendía ovillando hilos rojos. Algunas nubes, algodón de colores, flotaban en un cielo revolucionado. Una mujer conducía a ciegas, el camino se dibujaba hacia el ocaso. A la vera del sendero, los girasoles le daban la espalda. Ella necesitaba verlos brillar. Aunque iba retrasada, Graciela frenó y descendió del jeep. Su mirada se perdió entre los girasoles, que encandilados, eran un resplandor meciéndose como un mar amarillo. Un automóvil azul con vidrios polarizados pasó rodando a velocidad mínima.
Fugada del tiempo, ella pensó en esa planta exótica. Una aromática. Sucedió el día en que pidió turno para consultar al médico. Atravesó el zaguán buscando detalles de las centenarias pinturas de las paredes, hasta que vio a Marta carpiendo el jardín, su vincha fucsia resaltaba el brillo de sus cabellos azabache. Además de alquilarle un cuarto de la vieja casona, Marta, era secretaria del Dr. Plinio Rivadeneira. Mientras la dueña de casa se lavaba las manos en la bomba, Graciela descubrió el vegetal desconocido e inmediatamente tuvo una sensación extraña.
- ¿Qué planta es esa? –preguntó Graciela
- No lo sé, la trajo Rivadaneira, la usamos en sus experimentos, sus aceites esenciales dan brillo al cabello – respondió Marta, mientras anotaba el turno para el jueves.
- ¡Que linda es!, hasta mañana – saludó Graciela.
- Espera, te estaba por llamar por teléfono, ¿podrías pasar a máquina unos trabajos el doctor? La dueña de la casona, terminó la frase mientras le entregaba una carpeta celeste.
- ¿Para el jueves? Los manuscritos de los médicos suelen ser indescifrables – dudó Graciela, estudiando los rasgos de la letra.
Detenida en el camino, Graciela volvió a la realidad, miró la hora, verificó que los manuscritos y las transcripciones estuvieran en la carpeta celeste, se subió al jeep y continuó el viaje. Sobrepasó al auto azul. El sol se había escondido entre los techos del pueblo. Estacionó, y bajó apurada. Abrió la puerta del zaguán omitiendo admirar las pinturas. Su mirada quedó hipnotizada por la aromática. Las hojas verdes reventaban de apuro de los pecíolos rosados, formando un abanico vegetal de interminable encanto. Caminó lentamente, arrepentida de haber solicitado el turno con el doctor Plinio Rivadeneira. Lo había consultado antes, y como no le había recetado medicamentos, Graciela suponía una especie de incomprensión. Pero los dolores de espalda, cuello y hombros, eran insoportables. Su trabajo de periodista, y las extras pasando en limpio manuscritos, la obligaban a estar demasiado tiempo frente a la computadora. A eso, se agregaban su constante ansiedad y su desastrosa vida sentimental.
El médico no había llegado. En el corredor rojo esperaban los pacientes. Rosita miró su reloj pulsera, acercó y alejó la mano, buscando la distancia que le permitiera leer la hora. Elsa hojeaba una revista femenina, hasta que se detuvo en el artículo de ecología. Un niño con el brazo enyesado, jugaba con bichos cascarudos. El único hombre, con un llamativo suéter rojo, observaba desde el rincón de la pintura de las mariposas. Las paredes del corredor, también estaban adornadas con murales, aunque se notaban mas deteriorados que los del zaguán. Graciela le entregó la carpeta con el trabajo a Marta; y le pidió que marcaran los errores con birome roja. El hombre recorría el corredor mirando las pinturas. Marta entraba y salía de la cocina, con un halo de misterio. Sin que nadie se lo dijera, Graciela, se dio cuenta que había una secretaria nueva. Aunque estaba de espaldas, reconoció a Lorena, la chica que trabajaba en la panadería. En un principio, Graciela se imaginó que la inquietud de Marta se debía a su desplazamiento del puesto de secretaria. Más tarde, confirmó que se había equivocado de opinión. Marta le explicaba con detalle las planillas, como quien se quiere quitar la responsabilidad de una tarea. Con la misma ceremonia, Rosita volvió a mirar la hora. Lorena separó algunas fichas de la caja metálica.
El doctor llegó. Elsa fue la primera en entrar a la consulta. Marta se acercó a la periodista, y le consultó si le parecía bien que hiciera pasar a los pacientes por orden de llegada. Graciela estuvo de acuerdo, se sentía culpable por su tardanza. Después, Marta le comentó un hecho extraño, no encontraba sus recetas de cocina. Graciela la escuchó por compromiso, convencida que nadie se ocupa de robar esas cosas. Marta, afligida, le enumeró cada una de las recetas perdidas, y cuanto tiempo le había llevado la colección. Muchas las había copiado mientras las leían en la radio, otras eran legados familiares y algunas las había intercambiado con vecinas. Lo que más lamentó fue la pérdida de la receta del budín inglés, publicada treinta años antes como propaganda del Levarol.
Marta seguía inquieta, iba de la cocina al consultorio, y del consultorio a la cocina. Lorena llamó a la consulta a Rosita. Graciela decidió pedirle el gajo de la aromática a Marta. Lo había pensado una y otra vez, y había llegado el momento. Aprovechó que Marta estaba revolviendo una olla que desprendía vapores de mentas. Graciela no llegó a decir una palabra, apenas entró a la cocina, vio la cara de espanto de Marta y escuchó unos pasos de botas sobre el corredor. Graciela se dio vuelta para ver quien era, pero no lo conocía. Un hombre de gafas oscuras y pasos firmes avanzaba, desde la puerta abierta del zaguán asomaba el automóvil azul. Cuando Graciela volvió a mirar dentro de la cocina, Marta abría la portezuela de la estufa de leña, y metía la carpeta celeste. Después, hizo un ademán y le dijo murmurando suavemente – entretenelos, al hombre de rojo y al de anteojos oscuros- Graciela vio como el fuego atacó la carpeta celeste, los manuscritos del doctor Rivadeneira y las blancas hojas impresas que le habían consumido tantas horas de trabajo en la computadora; e intuyó que el problema era importante.
La periodista giró sobre sus talones y caminó apurada. En esos pocos instantes, una fuerza interior le dijo que tomara el fichero. Lorena, juntó las fichas médicas sueltas sobre el escritorio y las guardó sin orden. Graciela miró a Lorena, y le dijo –Vamos - .Lorena la siguió sin entender que pasaba. Desde lejos, pudieron ver a Marta que azuzaba el fuego para que no quedaran rastros del contenido de la carpeta celeste. Ya en la vereda, las dos mujeres fueron tomadas fuertemente de los brazos, y en un instante, se encontraron viajando a gran velocidad en el auto azul con vidrios polarizados. Cuando llegaron al lote de girasoles, el coche se detuvo. Graciela siguió con el fichero en su falda, hasta sentir la punta de un arma que hurgueteaba en sus costillas, inmediatamente, lo entregó. Lorena se perdía corriendo entre los girasoles, mientras los hombres iban pasando las fichas. Se enteraron que Ana padecía hipertensión arterial, Anselmo portaba colesterol, y en la ficha de Graciela se leía perfectamente: “diagnóstico: desequilibrio emocional”. Cuando llegaron a la ficha de Rosita se escuchó una frenada y un grito –Alto Policía – Esposaron a los desconocidos, y mientras los subían al móvil patrullero, Marta le comentó algo al oficial. El policía, buscó en la guantera del automóvil azul y regresó con un sobre. Marta no disimulaba su alegría, había recuperado sus recetas de cocina. Miró a Graciela y le dijo:
- El hombre del suéter rojo me las había robado, pensando que eran las fórmulas de doctor. Fue el día que sacó el turno. Cuando se dieron cuenta que no era lo que buscaban, decidió ir a la cita, para insistir en la búsqueda. Ahora estarán varios días a la sombra.
- Buscaban lo que yo pasé a máquina, por eso usted lo quemó – concluyó Graciela.
- Marta, ¿Usted lo quemó? ¿Los manuscritos también? – Increpó el doctor Rivadeneira.
- Sí doctor – contestó Marta
- ¡Marta! ¡Debo rehacer todo! Mañana pensaba sacar la patente, que es la única seguridad que tenemos para que no vuelvan a intentar robar las fórmulas – Rivadeneira parecía desesperado.
- No se preocupe, doc, le puede tomar “desequilibrio emocional”- Le dijo Graciela, mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un disquete y se lo entregaba al médico. Después agregó – Solamente falta imprimir de nuevo y corregir los errores.
Se acomodaron en el auto y el médico encendió el motor. Apenas alumbraron el campo, vieron a Lorena que aparecía entre los girasoles. La joven asustada, subió al automóvil preguntando:
- ¿qué buscaban?
- La fórmula del brillo del pelo. En un momento sospeché que eras cómplice – Le respondió Marta.
- Me vendría bien que me la pasaran – dijo Lorena, tirando de un mechón de sus rubios y pajizos cabellos.
Aunque era medianoche, Plinio Rivadeneira recordó que no había terminado la consulta: - Llegamos y la atiendo, Graciela.
- No es necesario doctor, solamente voy a buscar el jeep, ya me siento mejor, mis contracturas musculares aflojaron. El doctor Rivadeneira estacionó su automóvil gris detrás del jeep.
- Por lo menos le pagaré el trabajo ¿Cuánto es? Dijo el médico, mientras ingresaban a la casa de Marta.
- Esta vez, y debido a las circunstancias, no será en dinero, hay algo que deseo mucho, mucho, un gajo de esa plantita – contestó Graciela, mirando la verde aromática.
- Preparo café –ofreció Marta, mientras retiraba un hijuelo con raíz de la planta.
- Yo gracias y hasta mañana – dijo Lorena. Acomodó el fichero recuperado y retiró su cartera del escritorio.
- Ha sido demasiado para un primer día de trabajo – observó Marta.
- Yo acepto – dijo Graciela, - estoy segura que tendré una noche de insomnio.
- ¿En una noche de insomnio se pueden repasar las fórmulas? – Preguntó Plinio Rivadeneira, mientras buscaba el disquete en el bolsillo de su guardapolvo.
- Si doctor, gracias a la nueva tecnología - respondió Graciela, mientras le cerraba un ojo a Marta.
Rivadeneira la miró sonriendo y le dijo:
- Yo también soy de capaz de hacer muchas cosas para conseguir lo que quiero...
La luna llena reinaba sobre la llanura. Los girasoles, desconcertados, esperaban el sol mirando al oeste. Un jeep y un auto gris jugaban entre el polvo del camino. La noche se desvaneció entre mates, papeles y la pantalla de la computadora.
Desperté muy cansada. El sueño parecía interminable. Me peiné frente al espejo, observando mi rostro soñoliento y mis cabellos opacos, cuando me interrumpió el timbre. Abrí la puerta, me encontré con Marta y el Doctor Plinio Rivadeneira. El médico llevaba en sus manos una carpeta celeste. – Pasen – pude insinuar sorprendida. Marta me presentó al nuevo médico del pueblo. Lo conocía de vista, pero por primera vez escuché la voz del doctor, mientras me comentaba de la urgencia de la transcripción de sus manuscritos para un congreso. Antes de irse, Marta me ofreció una maceta con la soñada aromática. – Gracielita, te traje la hierba que da brillo al cabello, esa que te gustaba tanto en mi jardín- me explicó en voz muy baja, y agregó – Como sabes, los médicos no creen en el poder de los yuyos. Mientras miraba como se alejaba el automóvil azul del Dr. Rivadeneira, quedé empalagada de luz con el brillo de los girasoles encandilados por el sol del mediodía No me animé a preguntar por Lorena, supuse que jamás habría dejado su puesto en la panadería. .
Ya estoy terminando de redactar las noticias para el diario. La carpeta celeste espera su turno, espero entender la letra del médico. Por mis ventanas, siempre abiertas, puedo ver la aromática que me saluda al mecerse con el viento. En este momento, un automóvil gris está pasando a velocidad reducida. Un escalofrío corre por mi espalda: me están vigilando.

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