Por Silvia Graciela Oliverio
El gran jardín estaba tapizado de ocre. Aunque unas pocas flores se resistían con sus colores el otoño era inevitable.
– Será - dijo Martina, mientras sentía sus pies helados.
Un escalofrío subió por su cuerpo, y pensó con urgencia en un par de medias. Anita, que la había escuchado, se hizo la distraída, porque no pudo imaginar a que venía esa palabra completamente descolgada, y siguió lavando los platos. Martina revisó los cajones de la cómoda buscando calcetas; encontró un atado con una docena de medias y soquetes, pero todos distintos. Después, fue al lavadero, y revolvió con desesperación el canasto de la ropa para planchar. A simple vista, no había dos iguales. Comenzó a sacar del canasto todas las calcetas que encontraba, ubicándolas sobre la mesa. Anita abandonó la tarea del secado de la vajilla y le ayudó. Aparecieron las primeras dos medias idénticas. Martina las trepó a sus pies, e inmediatamente se sintió mejor. Luego, las dos sentadas, eligiendo sobre la mesa, como si fuera un juego, lograron armar algunos pares.
- ¿Cómo van tus estudios? - Preguntó Martina, mientras formada un suave bollito de dos soquetes azules.
- Muy bien, señora, en su biblioteca encontré todo para la clase de hoy. Estas son parecidas – observó Anita, mientras armaba un par con una media celeste y otra gris.
- Está bien – asintió Martina, y agregó – las usaré para dormir -.
- Pasan cosas raras, habría que prender velas a los santos – sugirió Anita, mientras guardaba los pares encontrados en el cajón de la cómoda.
- Si es por las medias, la explicación es que soy desordenada. Una persona que pronto terminará la secundaria, no debe creer en supersticiones. – respondió Martina, y devolvió al canasto un montón de medias de distintos tamaños y texturas, sin pares.
- Es que las que faltan, no están en ningún sitio de la casa, al menos que se hayan perdido en esos lugares que usted no me deja ordenar – Fue el imperceptible reproche de Anita.
- En los cajones y estantes prohibidos, solamente hay papeles, que algún día, cuando tenga tiempo ordenaré- acentuó Martina, como si en realidad hubiese querido decir ni se te ocurra revisar en esos espacios privados.
Anita no respondió, porque sabía que era la exacta verdad, de vez en cuando los espiaba un poco, y eran papeles, puros papeles. Algunos eran poemas, otros recetas de cocina, los más tenían números, pero no había allí ninguna media. Y siguió barriendo el piso, mientras pensaba en otras cosas extrañas que habían sucedido. Recordó el hisopo para encender el calefón, que no terminaba de oscilar sobre la manija de la ventana. No había quedado convencida con la explicación de Martina: - tiene que ver con el péndulo y algunas leyes físicas-. Tampoco le convencía que se trataba de una simple casualidad esas luces que se encendían en el campo a medianoche, justo en el momento en que los teros y los chajás gritaban enloquecidos. Sospechaba que en el campito cercano aparecía la luz mala.
Anita enceraba el piso de madera. Martina corregía los deberes de sus últimos alumnos, le faltaba pocos meses para jubilarse, mientras escuchaba música de jazz en su viejo tocadiscos. Después comenzó a escribir, tachó, volvió a redactar, corrigió y cuando le pareció que le gustaba, leyó en silencio la nota. Dudó en firmarla, pero no lo hizo. Después, la ensobró y la guardó en un cofre de mimbre en los estantes que Anita tenía prohibido ordenar.
En las serenas horas de la siesta, aparecieron unos nubarrones y algunos rugidos de tormenta cercana, las mujeres se apuraron a juntar la ropa del tendal.
- Las toallas y las medias están húmedas, juntemos solamente todo lo seco – dijo Martina mientras palpaba la ropa mojada.
- ¡Que olor a chinche verde! Exclamó Anita quitando los insectos aferrados a las sábanas.
- Hay cosas peores – respondió Martina minimizando el tema.
- Si, por ejemplo las cortinas que se mueven cuando todo está cerrado… (Anita persistía en su obsesiva imaginación mágica.)
- Es el viento que se filtra por las hendijas y por debajo de las puertas.
- ¿Y los aullidos de las noches de luna llena? – preguntó mientras se le caía un broche.
- Tal vez perros vagabundos o del pueblo que se escuchan desde aquí…. -
- ¿Y que pasa cuando quiero cargar la estufa y se queda estacionado el kerosene en el embudo y no quiere bajar? - insistió, en tanto juntaba el broche del patio.
- El botellón de la estufa queda hermético, lleno de aire que no puede salir, levantas el embudo y listo… se va el aire y entra el kerosene…. ¡Corramos! Ya llueve… -
Fue un chaparrón solitario, bienvenido para apagar la tierra reseca, e inoportuno para la ropa que quedó tendida. El viento cambió y el otoño continuó desparramando hojas secas.
En la tarde juntaron frutas, competían con un ejército de abejas que recolectaba el último néctar de la temporada en los caquis demasiado maduros, así que se ligaron dos picaduras cada una. Martina pensaba que era un bajo costo para el dulce exquisito que podrían probar en la mañana siguiente. Anita pensó que era la gota que rebalsaba el vaso, se quitó el delantal enérgicamente y dijo.
- Me voy a clases, le aviso, que a lo mejor me toman de empleada en la tienda…
- Me parece muy bien, me alegraría que cambies para mejor, aunque te extrañe…
- Gracias Martina, usted ha sido muy buena conmigo – agregó Anita, mientras miraba la luz de los veladores que titilaban, quizás por altibajos de la tensión eléctrica. Apenas terminó sus palabras pensó: - Esta casa es de locos…- y terminó creyendo que era terminantemente cierta su hipótesis de la casa embrujada.
Al otro día Anita no fue a trabajar. Martina hizo las imprescindibles tareas del hogar. A la tardecita, cuando la artritis comenzó a recordarle la edad, llegó Humberto, el administrador. Traía su rutina de papeles de impuestos y rendiciones de cuentas del campo. Revisaron los números en el enorme y antiguo libro de contabilidad. En una distracción del administrador, (Humberto en cada visita encontraba una excusa para distraerse un instante, en este caso fue darse cuenta que la señora, tan coqueta ella, tenía una media rayada y otra a cuadritos), Martina deslizó entre sus folios el texto que tan meditadamente había escrito el día anterior.
Cuando el administrador se retiró con la misma formal ceremonia de saludos de siempre, Martina se metió en su soledad de años.
Ya madura la noche, un revuelo de chillidos de teros alertó a la mujer, miró por la ventana y vio como se alejaban las luces de una camioneta, mientras las aves iban calmando poco a poco el alboroto. Apenas amaneció abrió el buzón y leyó la correspondencia. El telegrama, confirmaba la renuncia de Anita, (tal vez había encontrado empleo en la tienda, tal vez se había saturado de imaginar cosas raras), y la carta, aunque estaba firmada con una especie de seudónimo: “tu admirador secreto”, no le pareció anónima, era la misma letra que el administrador usaba en sus rendiciones de cuentas.
Martina caminó lentamente por el jardín, poco a poco fue descubriendo pequeñas flores que jugaban a las escondidas con las hojas perennes y sintió la pereza del sol que esparcía su luz alegrando la mañana. Las mandarinas pintonas colorearon su imaginación, y se tentó en probar una. El cítrico perfume le prestó un toque mágico. .
Mientras las yemas de sus dedos se deslizaron suavemente sobre el terciopelo bordó de una rosa inmensa, sonrió y dijo:
- Será. Será un otoño encantador. No solamente este otoño divino de oro y miel, sino también el maravilloso otoño de mi vida.
Prisionero del viento del oeste, pasó en volandas un duende transparente que se robó una media roja del tendal de la ropa.
(Tercer Premio en Cuento 6º Certamen Literario Provincial "Centenario de General Viamonte")
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