Cuando las plantas de zapallos rasguñaron mis talones, descubrí que en libertad también existe el dolor. Me apenó dejar las calabazas maduras dispersas en la que fue mi huerta por más de once años. Imposible llevarlas.
El resplandor de la luna se esfumaba con la levedad del alba. Todavía quedaban algunas nubes dando vueltas por el cielo desteñido. En la lejanía se recostaba la furia de la tormenta en montículos grises que desprendían destellos azules.
Mientras abría los alambres de púa para que pasaran Leonel y Graciela eché la última mirada hacia mi casa. Suspiré con alivio cuando la vi como una silueta oscura recortada en el firmamento. Si no había encendido las luces, aún dormía, o no encontraba las velas.
Nuestros pasos sobre el camino real dejaban las marcas sobre la tierra mojada. Necesitábamos tiempo, él podría seguir fácilmente nuestras huellas.
Marchamos en silencio las ocho cuadras hasta la ruta, mientras la claridad paulatinamente surgía de la nada. El último invierno había sido largo y cruel. Mi corazón acelerado reparó unos instantes en los rostros asustados de mis hijos. No era la primera vez que lo intentábamos, en las anteriores no habíamos logrado la fuga. Les dije: -todo saldrá bien- No respondieron, tal vez porque dudaban de la certeza de mi frase.
Estábamos solos en el refugio de la ruta, quizás porque era demasiado temprano para un domingo. Revolví mi cartera buscando la hora en el celular. Faltaban diez minutos eternos para que pasara el colectivo. Lo bueno era que no tenía mensajes, ni llamadas perdidas. Seguí revisando mi bolso, en el bolsillito de adentro estaban las dos llaves y el dinero que había logrado juntar limpiando por horas en casas de familia. También tenía las partidas de nacimiento y los tres documentos de identidad, por fin los había recuperado. El había tomado la costumbre de ocultar cosas. Era otro de sus inútiles caprichos para retener el control de la casa. Como la llave única. Me había quitado la copia hacia tres años. Así yo debía rendir más cuentas: donde estaba, a que hora volvía... Siempre cambiaba el lugar del guardado de la llave, y tantos días al encontrar la casa cerrada yo daba vuelta las macetas, recorrían los huecos de los ladrillos, buscaba debajo de la pileta, en el nido de gallinas… A veces directamente se le olvidaba dejarla, y nos quedamos esperándolo en el precario lavadero, hiciera frio o calor. Y después soportar las quejas de la camisa sin planchar, la lentitud de la cena, la molestia de los deberes de los chicos sobre la mesa y cualquier excusa momentánea que desataba su ira.
El ómnibus llegó puntual y subimos apresuradamente. Retomó el andar mientras nos acomodábamos en los asientos del fondo. Había repasado uno a uno a los pasajeros y no conocía a nadie más que a Doña Pancracia que viajaba con un ramo enorme de flores. Tuve la precaución de saludarla, elogiar la blancura de sus calas y consultarle a que hora abría el cementerio. Me pareció que era bueno dejar una pista falsa por si él la encontraba en la ciudad y le preguntaba por nosotros.
El barro de las zapatillas comenzó a secarse mientras los tres abrazados escuchábamos la radio elegida por el chofer. A puro tango se despegó el sol del horizonte.
La avenida de los jacarandás me arrancó una sonrisa, no porque me impactara la belleza iluminada de sus flores azules, sino porque estábamos llegando.
Nunca habíamos avanzado tanto. Recordé un regreso a casa tiritando de frío sobre la inerte helada de una madrugada de agosto y la vez anterior, que nos alcanzó con el auto y nos obligó a volver.
Nos bajamos en la anteúltima parada, no quise que nos vieran en la terminal. Mientras caminábamos, repasaba el relato que imaginaba tendría que contar.
Hacía rato que yo escondía algunos pesitos por mes mientras seguía aguantando. Mis intentos anteriores me habían servido de experiencia. Varias veces él había descubierto los bolsos con ropa, o algún indicio sospechoso. Yo había aprendido a no preparar nada, y a esperar con paciencia. Tarde o temprano volvería a suceder, era inevitable. Aunque tardío, lo que valdría sería el éxito.
Anoche me sentía mal y el insomnio flotaba con las cortinas de flores que había comprado con tanto esfuerzo. Una piedra de hielo golpeó el techo de chapas como un cascote furioso. Después llegó la segunda, la tercera… Pude contarlas hasta que el granizo se transformó en tupido y parejo. Sin embargo, él no escuchó nada. Los rayos relampagueaban en todas las ventanas como lamparitas de navidad. La pedrada se calmó entre una lluvia pesada y copiosa que lamía los vidrios con desesperación. Cuando se apagaron las pequeñas luces indicadoras del televisor y del equipo de audio me di cuenta que se había cortado la electricidad.
Esta es la noche pensé. Quizás mi última oportunidad. Me levanté de la cama con ansiedad y apreté la ropa entre mis brazos hasta la pieza de los chicos. Los desperté con la señal de silencio e indicaciones que nos vistiéramos rápido. La penumbra de la casa se iluminaba en cada refucilo. Entré en mi habitación, él seguía roncando en un sueño plácido e inexplicable. Con precaución despegué la llave del escondite. La había descubierto limpiando, hacia mucho tiempo, detrás de una pata de la cómoda. Tomé mi pequeño bolso, y nos apuramos a salir. Cerré con la llave de siempre, la que tenía la cinta roja, la única, según él. Y guardé las dos con sumo cuidado. Aún llovía mucho.
Nos refugiamos en el lavadero, siempre atentos al silencio y a las sombras de la casa. Cuando el chaparrón mermó, corrimos hacia el gallinero. Después al galponcito del fondo. Vigilábamos constantemente las ventanas, yo sabía que ante cualquier luminosidad, aun de linternas o de velas, deberíamos salir corriendo debajo de la lluvia. Si sonaba el celular también. Estaba intranquila. Todas las ventanas tienen rejas, pero él podía llamar por ayuda a un amigo o romper con su rabia alguna de las dos puertas. La de atrás era más difícil, la había clausurado soldándola al marco. En mi huida, pensé en quitarle el celular, así no podría dar aviso a nadie, pero me arriesgué en dejarlo porque tal vez me brindaría una respuesta de su reacción. Otras veces al darse cuenta de nuestro abandono, había llamado con amenazas, o en medio de llantos de arrepentimiento...
Todo eso ahora me parece tan lejano, aunque apenas han pasado algunas horas. En la casa quedaron todos los muebles, la vajilla, los electrodomésticos, la ropa. Miro el pequeño papel con la dirección, lo comparo con el cartel de la calle, busco el número entre las casas. Me imagino la vergüenza que deberé pasar cuando descubran mis cicatrices de tantos años. Me duele todo. Suena el teléfono dentro de mi bolso. No lo atiendo. Sigo caminando. Llego a la dirección exacta. Leo el cartel: “Comisaría de la Mujer”. Parece increíble, en dos páginas se pudieron resumir once años de terror. Las firmé sin dudar. Nos espera una pequeña habitación prestada. Mañana a trabajar como siempre. Sonido de mensaje de texto. Los chicos van jugando por la vereda. Abro mi cartera, lo primero que encuentro son las dos llaves, las aprieto en mi puño hasta llegar a la esquina y las arrojo dentro de la boca del desagüe de la calle. Leo el mensaje en el celular y le respondo: -Tengo otras puertas abiertas…-