domingo, 10 de mayo de 2009

La frontera


L A F R O N T E R A

por Silvia Graciela Oliverio

El sol era una brasita encendida entre las totoras. Se escuchaban teros alborotados. Asunta quedó hipnotizada por las nubes sobre el ocaso. Imaginó su Sicilia natal, el volcán, el mar, el puerto… La interrumpió el baqueano que miraba huellas:
–Apure el tranco, gringuita.
–No tengo miedo –respondió con la misma impavidez de la luna llena subiendo perezosamente roja.
El cerco de tunas en flor les anunció el Fortín de los Hornitos. Asunta tuvo una sensación en la espalda, como si alguien la mirara. Giró, pero sólo vio la pampa como un mar de luz blanca. Un pétalo se desprendió al viento, nadie lo notó.
–Soy Moncho –gritó el baqueano.
Un miliciano bajó el portón. El fortín se alegró por los viajeros, excepto Doña María que miró a Asunta vestida de negro de pies a cabeza con sus ojos azules asomando de la pañoleta.
–¿Quién trae esta niña a la frontera? –refunfuñó, amasando pan.
–Nadie, busca trabajo, es costurera –dijo Moncho entrando a la cocina.
–Que pase – respondió cambiando de actitud.
Apenas la joven atravesó el umbral, la anfitriona notó su avanzada gestación.
–Te escapas –le dijo.
–Sí –respondió Asunta, confundida por la intuición.
–¿De tu marido?
–Soy viuda. –Estaba acostumbrada a esa respuesta. Lo había dicho a cuanta persona le preguntara.
–¿Cuántos años tienes?
–Quindici.
–Quince –aclaró Doña María, sin comprender el porqué de la huida.
A una legua, la luminosidad se retorcía en espirales. Moncho comentó:
–La luz mala del Fortín de los Difuntos. Un malón mató a todos sus mili gauchos– Sin respirar, preguntó a la muchacha: – ¿Por qué no les tiene miedo? Sabe que nos andan rondando…
–Estuve cautiva y entiendo su lengua.

Asunta se sintió aliviada en contarlo, lo había ocultado meses. La raptaron en la chacra de sus tíos. A los tres años, Ella y las indias juntaban hierbas lejos de la toldería. Unos soldados las encontraron. Asunta les suplicó en español que no las mataran. La rescataron en contra de su voluntad, mientras las indias corrían despavoridas. Ya no podían volver, la tribu estaba alerta. En Giles, su familia la recibió con alegría, única sobreviviente del malón, contó la historia
a su manera. Le preguntaban donde había estado, quién era su marido… “Soy viuda” les respondía. Quisieron casarla con un paisano. Lo rechazó diciendo:
–Aún estoy de luto– Insistieron tanto que se fugó.
Asunta cosió prendas para toda la frontera. En los atardeceres su mirada resplandecía en los lejanos remolinos de tierra, sus grandes ojos se perdían cuando el diáfano destierro recordaba sus soledades. Una tarde montó la urdimbre del telar sin explicar una palabra. Doña María tampoco le preguntó, estaban acostumbradas a los silencios. Acariciando cada pasada de la trama el tiempo fue pasando, mientras su hijo Vittorio crecía.
El día elegido, el malón se escuchaba como el ronroneo de una tormenta lejana. Cuando llegó al Fortín, corrió un viento de desesperación. Sin embargo, Asunta siguió tejiendo las últimas vueltas del telar de los secretos. Afuera, el galopar endemoniado hacía eco en la inmensidad de la sequía. Los alaridos se acercaban. Mientras ella desprendía la manta terminada del huitral, un hombre con el torso desnudo brillante de grasa de ñandú y lanza en mano, la miró por la ventana, dio un paso y abrió la puerta. Ella alzó en brazos a Vittorio. El capitanejo la miró a los ojos y acarició al niño. Intercambiaron palabras inentendibles para doña María, que los miraba asombrada. Asunta le tendió la manta sobre sus brazos. Doña María creyó que la gringuita se la ofrecía a cambio que no les hiciera daño. Él la aceptó con ternura. Afuera era un griterío infernal. Un militar apuntó. El indio se desplomó temblando en agonía. Asunta lo cubrió con la manta. Doña María se santiguó. El niño tomó la vincha de la frente del capitanejo como si le fuera conocida. El moribundo sonrió y exhaló el último suspiro.
–Yo lo entierro –dijo Asunta. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El retumbar de los caballos se alejaba.
–¿Qué hace con este niño en la frontera? ¿y su marido? –le increpó el militar.
–Soy viuda.
Esas dos palabras tan repetidas, se sintieron distintas. Era la primera vez que la cautiva no mentía.